Antoni Puigverd
Amenábar, a pesar de la etiqueta de calidad que le acompaña, basa el éxito de su Ágora (filme que santifica a la filósofa Hipatia, protomártir del laicismo) en una argucia muy sobada: servir al numeroso público que se cree progresista un producto emocional destinado a confirmar sus prejuicios. En los años del desarrollismo franquista, Alfredo Landa hacía algo parecido: halagaba los prejuicios machistas de su generación. Y Vizcaíno Casas con sus libros, que satisfacían el deseo de bronca y nostalgia de los franquistas irritados por su decadencia.
Pero, en La Contra espléndida del pasado jueves, bastó una respuesta escueta y erudita de Cebrià Pifarré a una pregunta de Víctor Amela: y el barroco edificio populista que levanta Amenábar tembló. “Violencia cristiana sí hubo, entonces”, apunta el entrevistador refiriéndose a la Alejandría del siglo IV. Y contesta Pifarré: “Y judía. Y pagana. A menudo andaban a trompazos todos con todos…”. Autor de una monumental Literatura cristiana antiga (PAM), Cebrià Pifarré consigue apartar con una frase el visillo de la ficción peliculera y nos acerca a la compleja ventana de la historia. La entrevista y algunos capítulos del libro nos sitúan en uno de tantos momentos de crisis o cambio histórico: los refinamientos culturales helénicos, que habían tenido en Alejandría la máxima expresión, se derrumbaban, junto con el imperio romano que les otorgaba fundamento, bajo el impulso rudo y agresivo de nuevos protagonistas. Hacían su entrada en la historia “gente campesina muy primitiva y ruda, coptos que reivindicaban su lengua frente a la helenización”.
En aquellos tiempos, como en los nuestros ahora, un viejo orden (el que Amenábar idealiza) se hundía, mientras el tiempo nuevo -visible en “los anárquicos y brutos monjes del desierto que en su crudeza odiaban todo lo helénico”- expresaba el empuje, inicialmente oscuro, de otras gentes. El cristianismo estaba allí: construyendo un puente.
Más que discutir la película de Amenábar o aplaudir el rigor de Pifarré (incomparables como un turrón y un campo de avellanas), la modesta pretensión de este artículo navideño es constatar la tendencia al panfleto de una importantísima corriente ideológica: el laicismo. Demasiado acostumbrado a que todo el mundo cultural le dé la razón: en Catalunya es tan absolutamente hegemónico que -abad de Montserrat al margen- casi ningún católico se atreve ya a toser en público.
Los laicistas adoctrinan, dan por supuesto que todo el mundo tiene que pensar como ellos (pues los religiosos no piensan) y produce sin cesar catecismos culturales. Sirva de ejemplo el de Amenábar. Tiene el laicismo, como tuvo en su momento en España el nacionalcatolicismo, que la Conferencia Episcopal parece añorar, un complejo de superioridad moral. Se refiere a la vivencia religiosa siempre en forma de caricatura: propia de tipos primitivos, arcaicos o ignorantes, siempre violentos.
Tiene complejo de superioridad, pero, paradójicamente, ha perdido el sentido crítico. En efecto, los voceros artísticos, periodísticos o políticos del laicismo todavía no han iniciado entre nosotros el proceso de reconocimiento de los fracasos (o límites) históricos de la revolución ilustrada iniciada en el siglo XVIII (cuando se inventó precisamente el mito de Hipatia, opuesto al supuesto oscurantismo de la religión). Después de tres siglos de victoria ideológica, derrotada por tierra, mar y aire en Europa la cultura católica o protestante, ¿puede realmente el laicismo considerar que (dejemos a un lado ahora el islam) la religión ha sido sustituida por la razón? ¿Acaso los dos grandes desastres del siglo XX (el nazismo y el Gulag ruso) no son deformaciones colosales (entre las más desastrosas y violentas de la historia) del pensamiento racional? ¿Acaso el imperio de las emociones que caracteriza el presente europeo no está en las antípodas del imperio de la razón?
Atrapada en un laberinto de consumo e hipnosis mediática, la ciudadanía está ahora libre de dogmas, ciertamente. Pero no de esclavitudes (no por menos explícitas menos omnipotentes). La época de la razón ha generado no pocos monstruos. Los que la abanderan con tópicos sectarios y reduccionistas, burlándose de cinco mil años de tradición cultural judeocristiana, deberían abandonar, como mínimo, sus alardes de superioridad moral. Cuanto más saben los físicos (en vanguardia de la ciencia actual), más dudan de la certeza puramente científica. Y no pocos, entre nosotros David Jou, reencajan el conocimiento científico con una visión trascendente de la vida.
La crisis cultural de nuestro tiempo tendrá, sin duda, efectos positivos. Uno de ellos es el empate de catecismos. A la dogmática religiosa le sustituyó la dogmática laicista. Karl Kraus, aquel formidable polemista de la gran Viena perdida, lo intuyó hace un siglo: “Puestos a creer en algo que no veo, prefiero creer en Dios antes que en un bacilo”.
La frase carece ya de sentido literal, pero no de sentido metafórico. Como sagazmente ha apuntado John Cornwell en Darwin´s angel (versión italiana en Ed. Garzanti), muchas de las explicaciones que da ahora la ciencia sobre el universo no son menos literarias que las que daba el Génesis cinco mil años atrás. El empate de catecismos y la crisis ideológica de nuestro tiempo obligan a un esfuerzo de reconstrucción cultural. Fe y razón no podrán ignorarse tan fácilmente como hasta ahora.
Pero, en La Contra espléndida del pasado jueves, bastó una respuesta escueta y erudita de Cebrià Pifarré a una pregunta de Víctor Amela: y el barroco edificio populista que levanta Amenábar tembló. “Violencia cristiana sí hubo, entonces”, apunta el entrevistador refiriéndose a la Alejandría del siglo IV. Y contesta Pifarré: “Y judía. Y pagana. A menudo andaban a trompazos todos con todos…”. Autor de una monumental Literatura cristiana antiga (PAM), Cebrià Pifarré consigue apartar con una frase el visillo de la ficción peliculera y nos acerca a la compleja ventana de la historia. La entrevista y algunos capítulos del libro nos sitúan en uno de tantos momentos de crisis o cambio histórico: los refinamientos culturales helénicos, que habían tenido en Alejandría la máxima expresión, se derrumbaban, junto con el imperio romano que les otorgaba fundamento, bajo el impulso rudo y agresivo de nuevos protagonistas. Hacían su entrada en la historia “gente campesina muy primitiva y ruda, coptos que reivindicaban su lengua frente a la helenización”.
En aquellos tiempos, como en los nuestros ahora, un viejo orden (el que Amenábar idealiza) se hundía, mientras el tiempo nuevo -visible en “los anárquicos y brutos monjes del desierto que en su crudeza odiaban todo lo helénico”- expresaba el empuje, inicialmente oscuro, de otras gentes. El cristianismo estaba allí: construyendo un puente.
Más que discutir la película de Amenábar o aplaudir el rigor de Pifarré (incomparables como un turrón y un campo de avellanas), la modesta pretensión de este artículo navideño es constatar la tendencia al panfleto de una importantísima corriente ideológica: el laicismo. Demasiado acostumbrado a que todo el mundo cultural le dé la razón: en Catalunya es tan absolutamente hegemónico que -abad de Montserrat al margen- casi ningún católico se atreve ya a toser en público.
Los laicistas adoctrinan, dan por supuesto que todo el mundo tiene que pensar como ellos (pues los religiosos no piensan) y produce sin cesar catecismos culturales. Sirva de ejemplo el de Amenábar. Tiene el laicismo, como tuvo en su momento en España el nacionalcatolicismo, que la Conferencia Episcopal parece añorar, un complejo de superioridad moral. Se refiere a la vivencia religiosa siempre en forma de caricatura: propia de tipos primitivos, arcaicos o ignorantes, siempre violentos.
Tiene complejo de superioridad, pero, paradójicamente, ha perdido el sentido crítico. En efecto, los voceros artísticos, periodísticos o políticos del laicismo todavía no han iniciado entre nosotros el proceso de reconocimiento de los fracasos (o límites) históricos de la revolución ilustrada iniciada en el siglo XVIII (cuando se inventó precisamente el mito de Hipatia, opuesto al supuesto oscurantismo de la religión). Después de tres siglos de victoria ideológica, derrotada por tierra, mar y aire en Europa la cultura católica o protestante, ¿puede realmente el laicismo considerar que (dejemos a un lado ahora el islam) la religión ha sido sustituida por la razón? ¿Acaso los dos grandes desastres del siglo XX (el nazismo y el Gulag ruso) no son deformaciones colosales (entre las más desastrosas y violentas de la historia) del pensamiento racional? ¿Acaso el imperio de las emociones que caracteriza el presente europeo no está en las antípodas del imperio de la razón?
Atrapada en un laberinto de consumo e hipnosis mediática, la ciudadanía está ahora libre de dogmas, ciertamente. Pero no de esclavitudes (no por menos explícitas menos omnipotentes). La época de la razón ha generado no pocos monstruos. Los que la abanderan con tópicos sectarios y reduccionistas, burlándose de cinco mil años de tradición cultural judeocristiana, deberían abandonar, como mínimo, sus alardes de superioridad moral. Cuanto más saben los físicos (en vanguardia de la ciencia actual), más dudan de la certeza puramente científica. Y no pocos, entre nosotros David Jou, reencajan el conocimiento científico con una visión trascendente de la vida.
La crisis cultural de nuestro tiempo tendrá, sin duda, efectos positivos. Uno de ellos es el empate de catecismos. A la dogmática religiosa le sustituyó la dogmática laicista. Karl Kraus, aquel formidable polemista de la gran Viena perdida, lo intuyó hace un siglo: “Puestos a creer en algo que no veo, prefiero creer en Dios antes que en un bacilo”.
La frase carece ya de sentido literal, pero no de sentido metafórico. Como sagazmente ha apuntado John Cornwell en Darwin´s angel (versión italiana en Ed. Garzanti), muchas de las explicaciones que da ahora la ciencia sobre el universo no son menos literarias que las que daba el Génesis cinco mil años atrás. El empate de catecismos y la crisis ideológica de nuestro tiempo obligan a un esfuerzo de reconstrucción cultural. Fe y razón no podrán ignorarse tan fácilmente como hasta ahora.
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