Fernando Esteve Mora
profesor de Teoría Económica
de la Universidad Autónoma de Madrid
profesor de Teoría Económica
de la Universidad Autónoma de Madrid
Analicemos a la Iglesia católica como si se tratara de una empresa. No cuando opera como subcontratista en la provisión de servicios públicos en enseñanza, sanidad y asistencia social, sino cuando se dedica a lo suyo: a proporcionar servicios religiosos. Ciertamente, la Iglesia es una institución económica que usa recursos materiales y humanos para producir una amplia variedad de servicios: tratamientos psicológicos individualizados (confesión, etc.), terapias de grupo (misas y catequesis), asistencia psicológica premortem (extremaunciones), ritos iniciáticos (bautizos, comuniones...), y un largo etcétera. Esto, aparentemente, no tiene intención lucrativa, pero el que no parezca buscar beneficios no convierte a la Iglesia en la ONG que le gusta imaginarse que es.
Sin negar que la Iglesia presta los servicios religiosos a sus clientes a precios ajustados a los costes, sin negar que los sueldos de sus trabajadores (excepto los de la minoría de mánagers y altos directivos, y los de los miembros de su Consejo de Administración, la llamada Curia) pueden no parecer excesivos, hay que señalar que el comportamiento económico de la Iglesia se ajusta, más que al de una ONG, al de una empresa que buscase maximizar su cuota de mercado, para lo cual es apropiado seguir una política de fijación de precios bajos como si sólo pretendiese cubrir costes. Una vez que con esa política hubiese expulsado a los competidores y la empresa fuese ya la única en el mercado, podría comportarse como una empresa auténticamente maximizadora de beneficios. La implicación por tanto es que la Iglesia católica sólo se comporta como una ONG si, y sólo si, tiene competencia.
Desde esta perspectiva, los servicios religiosos gratuitos o de bajo coste que ofrece la Iglesia hay que entenderlos como estrategias de márketing e investigación de mercados, puesto que, desde un punto de vista económico, busca fidelizar con ellos a sus clientes, así como conocer con precisión la demanda de su producto para poderles cobrar un precio más alto. Por ejemplo, mediante los "servicios" de confesión, los fieles obtienen una asistencia psicológica que sin duda valoran, pero tampoco se puede dudar de que, gracias a las confesiones, la Iglesia conoce las debilidades de sus clientes, lo que le sirve para conocer (y estimular) su demanda, es decir, cuánto están dispuestos a pagar por la absolución de sus pecados. Por otro lado, con la confesión la Iglesia controla una información muy útil a la hora de extorsionar a sus clientes caso de que decidieran actuar contra sus intereses o pretendieran irse con otra compañía del sector.
Pero si esos servicios que presta la Iglesia se pueden conceptuar como propaganda y márketing, como regalos por la compra del verdadero producto, queda entonces la cuestión de cuál es éste, ¿qué es lo que vende realmente? Sólo hay una respuesta posible: y es que la Iglesia es una empresa más del sector inmobiliario. Es un hecho contrastado que lo que vende la Iglesia (y en general todas las iglesias sea cual sea su religión) desde hace casi 20 siglos son parcelas en una urbanización: el auténtico "Paraíso" que queda en el "Otro Mundo". Y, a diferencia del resto de empresas del sector inmobiliario del mundo terrenal, la Iglesia ha gozado de una ventaja competitiva absoluta respecto a todas, y es que ningún cliente ha vuelto para quejarse de la calidad de la construcción o de que las vistas (la tan renombrada visión beatífica) no eran tan sublimes como el folleto publicitario prometía.
Un método frecuente de pago aceptado y deseado por la Iglesia en estas operaciones de venta de residencias en el "Más Allá" ha sido la permuta de terrenos. Ha sido muy frecuente que, ya en el trance del último viaje, los clientes hayan aceptado cambiar terrenos de su propiedad en la tierra por parcelas que la Iglesia dice poseer en el cielo. Gracias a estas permutas, la Iglesia se hizo titular en España de un ingente patrimonio en solares y edificios, con lo que se convirtió en la primera inmobiliaria auténticamente global, pues está en todos los mundos. Y, si bien el Estado intentó arrebatarle un buen pedazo de su patrimonio en el siglo XIX (las desamortizaciones), todavía hoy la Iglesia es el mayor propietario inmobiliario tras el sector público.
Y, ante esto, ¿cabe alguna duda acerca de la genialidad empresarial de la Iglesia católica?
Sin negar que la Iglesia presta los servicios religiosos a sus clientes a precios ajustados a los costes, sin negar que los sueldos de sus trabajadores (excepto los de la minoría de mánagers y altos directivos, y los de los miembros de su Consejo de Administración, la llamada Curia) pueden no parecer excesivos, hay que señalar que el comportamiento económico de la Iglesia se ajusta, más que al de una ONG, al de una empresa que buscase maximizar su cuota de mercado, para lo cual es apropiado seguir una política de fijación de precios bajos como si sólo pretendiese cubrir costes. Una vez que con esa política hubiese expulsado a los competidores y la empresa fuese ya la única en el mercado, podría comportarse como una empresa auténticamente maximizadora de beneficios. La implicación por tanto es que la Iglesia católica sólo se comporta como una ONG si, y sólo si, tiene competencia.
Desde esta perspectiva, los servicios religiosos gratuitos o de bajo coste que ofrece la Iglesia hay que entenderlos como estrategias de márketing e investigación de mercados, puesto que, desde un punto de vista económico, busca fidelizar con ellos a sus clientes, así como conocer con precisión la demanda de su producto para poderles cobrar un precio más alto. Por ejemplo, mediante los "servicios" de confesión, los fieles obtienen una asistencia psicológica que sin duda valoran, pero tampoco se puede dudar de que, gracias a las confesiones, la Iglesia conoce las debilidades de sus clientes, lo que le sirve para conocer (y estimular) su demanda, es decir, cuánto están dispuestos a pagar por la absolución de sus pecados. Por otro lado, con la confesión la Iglesia controla una información muy útil a la hora de extorsionar a sus clientes caso de que decidieran actuar contra sus intereses o pretendieran irse con otra compañía del sector.
Pero si esos servicios que presta la Iglesia se pueden conceptuar como propaganda y márketing, como regalos por la compra del verdadero producto, queda entonces la cuestión de cuál es éste, ¿qué es lo que vende realmente? Sólo hay una respuesta posible: y es que la Iglesia es una empresa más del sector inmobiliario. Es un hecho contrastado que lo que vende la Iglesia (y en general todas las iglesias sea cual sea su religión) desde hace casi 20 siglos son parcelas en una urbanización: el auténtico "Paraíso" que queda en el "Otro Mundo". Y, a diferencia del resto de empresas del sector inmobiliario del mundo terrenal, la Iglesia ha gozado de una ventaja competitiva absoluta respecto a todas, y es que ningún cliente ha vuelto para quejarse de la calidad de la construcción o de que las vistas (la tan renombrada visión beatífica) no eran tan sublimes como el folleto publicitario prometía.
Un método frecuente de pago aceptado y deseado por la Iglesia en estas operaciones de venta de residencias en el "Más Allá" ha sido la permuta de terrenos. Ha sido muy frecuente que, ya en el trance del último viaje, los clientes hayan aceptado cambiar terrenos de su propiedad en la tierra por parcelas que la Iglesia dice poseer en el cielo. Gracias a estas permutas, la Iglesia se hizo titular en España de un ingente patrimonio en solares y edificios, con lo que se convirtió en la primera inmobiliaria auténticamente global, pues está en todos los mundos. Y, si bien el Estado intentó arrebatarle un buen pedazo de su patrimonio en el siglo XIX (las desamortizaciones), todavía hoy la Iglesia es el mayor propietario inmobiliario tras el sector público.
Y, ante esto, ¿cabe alguna duda acerca de la genialidad empresarial de la Iglesia católica?
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