jueves, 28 de enero de 2010

La Cornisa de Las Vistillas. Un ajuste de cuentas de la curia con la ciudad de Madrid

Benito Saavedra
politólogo

El proyecto de instalar a la curia eclesial madrileña en la cornisa de Las Vistillas define el criterio que rige la conducta administrativa del Arzobispado: el criterio del poder. No se trata aquí de un poder espiritual o moral derivado de creencias respetables siempre. Más bien se trata de un poder físico y presencial tan palpable como el inmobiliario. Por lo demás, reiterado, ya que a pocos metros de distancia de donde pretende erigir su sede curial, es decir, las oficinas eclesiásticas, se yergue desafiante el principal símbolo eclesial, la catedral de La Almudena, junto al otro gran poder asentado en Madrid, cuya expresión es el Palacio Real.

La pretensión de elevar a los pies de Las Vistillas construcciones que incluyen un edificio de hasta 150 metros de fachada y otras abigarradas instalaciones, con estacionamientos subterráneos donde ahora existe un parque con cientos de árboles y vestigios de un jardín renacentista y un paño de la muralla de Felipe IV, se convierte en metáfora de las contradicciones que marcan la actitud seguida aquí por la jerarquía eclesial, demasiado tiempo ya encampanada a espaldas de la lógica ciudadana, del sentido común y de la democraticidad más básica.

Su reino, dicen sus defensores, no es de este mundo y por eso yerra. Tal aserto lo desmiente una actitud tan rotundamente mundana como la de figurar con una inmensa mole de edificios administrativos en el horizonte más visible y bello de la ciudad, pese al hondo rechazo ciudadano, vecinal, que se le opone con argumentos desde que el proyecto fuera ideado. Las posibilidades de instalar su curia en otro lugar de Madrid menos polémico o bien no han sido planteadas o bien han sido rechazadas. Se invoca el sacrosanto derecho de propiedad de unos terrenos que, por cierto, en su día les pasaron de las manos de la aristocracia.

¿Qué hay detrás de esta actitud? Aparte de otras motivaciones, hay una de tipo doctrinal y otra emocional. La primera deriva de que, desde el papado de Juan Pablo II, la jerarquía vaticana considera a España “tierra de misión”. Es decir, territorio a recristianizar de nuevo. Para ello, nada mejor que partir de una posición de autoridad. Se trata de mantener posiciones irreductibles, dogmáticas pues, tanto en lo espiritual como en lo temporal, ámbito en el que se ubica la actitud de imponer a capa y espada la mole de hormigón y ladrillo en la cornisa de Las Vistillas.

- Resentimiento eclesiástico.

La otra razón, emocional, y muy específicamente madrileña, es que todavía hoy parece perdurar un malestar hacia el propio pueblo de Madrid por parte de la jerarquía eclesial, cuyo núcleo administrativo más obstinado sigue achacándole las conductas individualizadas contra religiosos y religiosas de algunos madrileños durante la Guerra Civil. Jamás la jerarquía admitirá abiertamente tal malestar, pero la expresión de su recelo, aunque parezca mentira, se percibe todavía hoy en actuaciones eclesiales en la ciudad y en la región.

No parece que, hasta hoy, en ese núcleo jerárquico alguien se haya planteado, al menos en voz alta, por qué razón la Iglesia española no movilizó su ascendiente moral, que sin duda tenía al menos en los templos y en muchos hogares, para intentar desactivar el golpe militar que en 1936 truncó un régimen constitucional republicano avalado por el voto ciudadano, incluido el de muchos católicos, o bien para mediar entre las partes en litigio un arbitraje que ahuyentara la confrontación.

Los crímenes contra religiosos fueron execrables, pero no lo fue menos toda una conducta histórica de una institución que se arroga la que considera única interpretación del Derecho Natural así como el monopolio en la definición y de la producción de la moral privada y pública. En 1936, buena parte del pueblo identificó a unos y otros como los mismos tiranos y, como pudo, creó en unos meses un ejército de albañiles para enfrentarlos en una guerra que el pueblo no provocó. Eso fue lo que sucedió entonces. Conviene decirlo claramente. Como el lector y la lectora pueden apreciar, con este mar de fondo, el problema de la Cornisa de Las Vistillas queda desbordado en sus límites. Pero desgraciadamente creo que es parte de un mismo todo.

Como vemos, la actitud eclesial ante la cuestión de La Cornisa madrileña nos ha llevado a escenarios de mayor calado y a contemplarla como una pirueta más de los jerarcas eclesiales, sordos al sentido común y a la sensatez, sobre el deslizante voladizo de la historia. Éste es el problema: la concatenación de causas y efectos de un desencuentro que parece imposible de desactivar. Sin embargo, la solución, qué duda cabe, compleja pero posible, pasará necesariamente por comenzar a reflexionar con sinceridad para salir de esta y otras vertiginosas cornisas de la mano de la inteligencia y de la concordia, tan necesarias siempre como la coherencia y la ineludible memoria. Las creencias, religiosas o no, forman parte de la libertad y su defensa constituye un deber ciudadano, de ello no cabe duda; pero sus interpretaciones presuntamente morales, encaminadas a legitimar determinados efectos prácticos que no son más que privilegios encubiertos, resultan ser una impostura. En Madrid hoy esa impostura sobrevuela la cornisa de Las Vistillas.

domingo, 24 de enero de 2010

Dinero, así en la tierra como en el cielo

Fernando Esteve Mora
profesor de Teoría Económica
de la Universidad Autónoma de Madrid

Analicemos a la Iglesia católica como si se tratara de una empresa. No cuando opera como subcontratista en la provisión de servicios públicos en enseñanza, sanidad y asistencia social, sino cuando se dedica a lo suyo: a proporcionar servicios religiosos. Ciertamente, la Iglesia es una institución económica que usa recursos materiales y humanos para producir una amplia variedad de servicios: tratamientos psicológicos individualizados (confesión, etc.), terapias de grupo (misas y catequesis), asistencia psicológica premortem (extremaunciones), ritos iniciáticos (bautizos, comuniones...), y un largo etcétera. Esto, aparentemente, no tiene intención lucrativa, pero el que no parezca buscar beneficios no convierte a la Iglesia en la ONG que le gusta imaginarse que es.

Sin negar que la Iglesia presta los servicios religiosos a sus clientes a precios ajustados a los costes, sin negar que los sueldos de sus trabajadores (excepto los de la minoría de mánagers y altos directivos, y los de los miembros de su Consejo de Administración, la llamada Curia) pueden no parecer excesivos, hay que señalar que el comportamiento económico de la Iglesia se ajusta, más que al de una ONG, al de una empresa que buscase maximizar su cuota de mercado, para lo cual es apropiado seguir una política de fijación de precios bajos como si sólo pretendiese cubrir costes. Una vez que con esa política hubiese expulsado a los competidores y la empresa fuese ya la única en el mercado, podría comportarse como una empresa auténticamente maximizadora de beneficios. La implicación por tanto es que la Iglesia católica sólo se comporta como una ONG si, y sólo si, tiene competencia.

Desde esta perspectiva, los servicios religiosos gratuitos o de bajo coste que ofrece la Iglesia hay que entenderlos como estrategias de márketing e investigación de mercados, puesto que, desde un punto de vista económico, busca fidelizar con ellos a sus clientes, así como conocer con precisión la demanda de su producto para poderles cobrar un precio más alto. Por ejemplo, mediante los "servicios" de confesión, los fieles obtienen una asistencia psicológica que sin duda valoran, pero tampoco se puede dudar de que, gracias a las confesiones, la Iglesia conoce las debilidades de sus clientes, lo que le sirve para conocer (y estimular) su demanda, es decir, cuánto están dispuestos a pagar por la absolución de sus pecados. Por otro lado, con la confesión la Iglesia controla una información muy útil a la hora de extorsionar a sus clientes caso de que decidieran actuar contra sus intereses o pretendieran irse con otra compañía del sector.

Pero si esos servicios que presta la Iglesia se pueden conceptuar como propaganda y márketing, como regalos por la compra del verdadero producto, queda entonces la cuestión de cuál es éste, ¿qué es lo que vende realmente? Sólo hay una respuesta posible: y es que la Iglesia es una empresa más del sector inmobiliario. Es un hecho contrastado que lo que vende la Iglesia (y en general todas las iglesias sea cual sea su religión) desde hace casi 20 siglos son parcelas en una urbanización: el auténtico "Paraíso" que queda en el "Otro Mundo". Y, a diferencia del resto de empresas del sector inmobiliario del mundo terrenal, la Iglesia ha gozado de una ventaja competitiva absoluta respecto a todas, y es que ningún cliente ha vuelto para quejarse de la calidad de la construcción o de que las vistas (la tan renombrada visión beatífica) no eran tan sublimes como el folleto publicitario prometía.

Un método frecuente de pago aceptado y deseado por la Iglesia en estas operaciones de venta de residencias en el "Más Allá" ha sido la permuta de terrenos. Ha sido muy frecuente que, ya en el trance del último viaje, los clientes hayan aceptado cambiar terrenos de su propiedad en la tierra por parcelas que la Iglesia dice poseer en el cielo. Gracias a estas permutas, la Iglesia se hizo titular en España de un ingente patrimonio en solares y edificios, con lo que se convirtió en la primera inmobiliaria auténticamente global, pues está en todos los mundos. Y, si bien el Estado intentó arrebatarle un buen pedazo de su patrimonio en el siglo XIX (las desamortizaciones), todavía hoy la Iglesia es el mayor propietario inmobiliario tras el sector público.

Y, ante esto, ¿cabe alguna duda acerca de la genialidad empresarial de la Iglesia católica?

sábado, 23 de enero de 2010

¡Bien por Bono!

Enrico Sopena
director de El Plural

El catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, Julián Casanova –en su libro sobre República y guerra civil– describe el paisaje religioso de España de modo somero y exacto: "Había más catolicismo en el norte que en el sur, en los propietarios que en los desposeídos, en las mujeres que en los hombres. La mayoría de los católicos eran antisocialistas y gente de orden. A la izquierda, republicana y obrera, se la asociaba con el anticlericalismo".

¿Se podía ser entonces socialista y católico a la vez? El Papa Pío IX había condenado el socialismo, a través de su encíclica Quanta Cura, con el Sillabus como epílogo, hacia finales del siglo XIX. Lo condenó junto a cualquier otro atisbo de visión progresista de la vida y la sociedad. Pío X condenó el modernismo en el que se englobaban corrientes ideológicas, opuestas a l'Ancien Régime. Su sucesor, Pío XI, creía que una persona no podía ser buen católico y verdadero socialista.

Pero Pío XI fue, durante su reinado, más lejos. En febrero de 1929, firmó con el Gobierno de Mussolini el Tratado de Letrán mediante el cual se creó el Estado independiente y soberano del Vaticano. El partido católico de Luigi Sturzo, contrario al fascismo y germen de la posterior Democracia Cristiana, fue disuelto poco después.

En las elecciones de marzo de 1929, el Papa pidió el voto de los católicos para Mussolini. Su Santidad calificó al líder fascista como "un hombre enviado a nosotros por la Providencia". El 20 de julio de 1933, el Pontífice llegó a una especie de Concordato con la Alemania nazi, firmado por el entonces Nuncio en Berlín, el cardenal Pacelli, elegido Papa más tarde con el nombre de Pío XII.

Pío XII autorizó que los comunistas italianos fueran excomulgados. Protegió a los criminales de guerra de la II Guerra Mundial. El año 1953, la Santa Sede y el Gobierno de España –con el general Franco en su máximo esplendor como asesino– aprobaron el Concordato que, por cierto, aún se arrastra hoy en día.

Pío XII llegó a enfrentarse con Alcide de Gásperi, dirigente carismático de la Democracia Cristiana, porque no quería pactar con la extrema derecha y sí con la izquierda. El Papa hizo cuanto estuvo en su mano para evitar que el primer alcalde de Roma, tras la caída del fascismo, fuera un socialista. No lo consiguió.

Luego vino el oasis de la mano de Juan XXIII. Fue un mandato breve que intentó, con la mejor voluntad, una reforma profunda de la Iglesia mediante el Concilio Vaticano II. Duró poco, porque la Curia, compuesta en su mayoría por obispos y cardenales integristas, puso todo tipo de palos en la rueda de la esperanza hasta torcerla. Juan XXIII murió pronto. Pablo VI no aguantó el vendaval conservador y enarboló en demasiadas ocasiones bandera blanca.

Juan Pablo II y Benedicto XVI borraron muchas de las huellas positivas del Concilio. La Iglesia se ha derechizado sin freno. En España, el cardenal Tarancón no fue la norma, sino la excepción. ¿Puede, pues, sorprenderse alguien del acoso creciente que sufre José Bono, socialista y católico, por parte de la jerarquía eclesiástica?

Desde el panfleto del cardenal Rouco Varela también golpean a Bono. Lo hacen los herederos de quienes bautizaron la Guerra Civil denominándola Cruzada de Liberación Nacional. Es decir, aquellos que bendecían, en nombre de Dios, a quienes montaron el 18 de julio y los cuarenta años de oprobio y represión. ¡Bien por Bono!

viernes, 15 de enero de 2010

El racismo del nacional-catolicismo

Vicenç Navarro
catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas
Universidad Pompeu Fabra

Uno de los argumentos que autores conservadores han utilizado para negar el carácter fascista del régimen dictatorial establecido por el golpe militar liderado por el general Franco ha sido afirmar que la ideología de aquel régimen no incluía un componente racista, tal como ocurrió con el nazismo alemán y el fascismo italiano. La evidencia existente y fácilmente accesible muestra, sin embargo, la escasa credibilidad de tal argumento. El eje ideológico de aquel régimen fue el nacional-catolicismo que conjugó dos ideologías: el nacionalismo hispánico, que llegó incluso a negar la existencia de otras nacionalidades (como la catalana, la vasca, y la gallega), imponiendo su visión centralista uniformadora, y un catolicismo excluyente que intentó configurar todas las dimensiones del ser humano, incluyendo áreas tan íntimas como el comportamiento sexual de la ciudadanía.

Este nacional-catolicismo tuvo una concepción racista, pues tales ideologías totalizantes eran presentadas como definitorias de lo que el régimen definió como la raza hispana (el día nacional se llamaba el Día de la Raza), cuya superioridad le otorgaba el derecho de conquista y sometimiento de otras razas, tal como ocurrió en América Latina, cuya conquista militar y explotación era el motivo de celebración del día nacional (12 de octubre). Su misión “civilizadora” supuso el genocidio de la población nativa de aquel continente, bien documentada y denunciada por Bartolomé de las Casas. El nacional-catolicismo del régimen dictatorial se consideraba a sí mismo como el heredero de los Reyes Católicos, que habían expulsado a los judíos y a los musulmanes de España, habían establecido la Inquisición y habían conquistado Latinoamérica a base de cometer un genocidio.

El racismo del nacional-catolicismo fue más allá, sin embargo, del racismo étnico. Aunque incluyó una dimensión antisemita, el racismo del nacional-catolicismo se basó también en elementos político-culturales. Un objetivo explícito del golpe militar fue precisamente purificar la raza hispánica, eliminando todos los elementos que la debilitaran. Vallejo-Nájera, que dirigía los Servicios Psiquiátricos del Ejército y que había sido nombrado por el general Franco dirigente del rearme ideológico del nuevo régimen (realizando tal función como director del Gabinete de Investigadores Psicológicos del Ejército), había subrayado que era misión del Alzamiento Nacional “salvar la patria y la raza”, especificando las características que definían a la raza hispánica como “un masculinismo, un canto a la fuerza física y un profundo nacionalismo y catolicismo”.

Contraponía esta raza hispana a razas inferiores como la “raza roja” (que incluía a la gran mayoría de opositores al golpe militar y a la dictadura que estableció), a la cual consideró una raza inferior, contaminada por el marxismo, considerado como la máxima forma de patología mental posible, definiendo el marxismo español como “una mezcla de judaísmo y masonería que lo distinguió de un marxismo extranjero semita puro”. Tal “raza roja”, estaba compuesta de “subdesarrollados mentales, psicópatas y degenerados, todos ellos afectados por el marxismo, judaísmo masónico”, que se difundía fácilmente entre las clases populares debido a lo que Vallejo-Nájera consideraba su subdesarrollo mental. Todas estas citas aparecen en libros suyos titulados Eugenesia de la Hispanidad y regeneración de la raza y artículos en revistas consideradas científicas durante la dictadura, tales como el “Psiquismo del Fanatismo Marxista”, publicado en Semana Médica Española (8 de octubre, 1938, págs. 172-182) y también en la Revista Española de Medicina y Cirugía de Guerra (mayo de 1939, págs. 398-413). El artículo publicado en esta última revista analizaba “la especial patología” de las mujeres milicianas, “seres débiles motivados por la envidia, la maldad y la venganza”, y cuya participación “en las revueltas políticas les daba ocasión de satisfacer sus apetencias sexuales latentes”.

En el artículo publicado en la Semana Médica Española, Vallejo-Nájera describía también los estudios realizados en los campos de concentración (asesorado por las autoridades nazis alemanas, de cuyos estudios en sus propios campos era no sólo consciente, sino un profundo admirador), dividiendo a los componentes de la raza roja en cinco grupos: los internacionales brigadistas, los presos políticos varones de nacionalidad española, las presas políticas hembras de nacionalidad española, los separatistas vascos (a los que Vallejo-Nájera definía como “sujetos de un curioso fenómeno de fanatismo político unido a un fanatismo religioso, enemigos de España”), y el quinto y más degenerado, el de “marxistas catalanistas (unidos por el fanatismo marxista y el antiespañolismo)”.

Es importante señalar que las autoridades de la Iglesia católica compartían la ideología nacional-católica racista, bien articulada por el ideólogo del régimen Vallejo-Nájera. Es más, la Iglesia contribuyó, en gran manera, a la llamada purificación de la raza que fue, en realidad, una brutal represión, con ejecuciones, detenciones, torturas y exilio, en contra de las personas y los grupos políticos y sociales que se opusieron a aquel régimen, incluyendo, por cierto, personas católicas e incluso sacerdotes que apoyaron a las fuerzas democráticas, así como a militares del propio Ejército que se opusieron a aquel golpe militar, llevado a cabo por la Iglesia y la Falange, así como por el Ejército golpista. Parte de este proceso de purificación de la raza, llevado a cabo por el régimen en colaboración con la Iglesia católica, consistía en el robo de infantes de “rojos” asesinados, encarcelados o desaparecidos, a fin de que no fueran “contaminados por sus padres, con el objetivo de salvarles”. Según Enrique González Duro (Los psiquiatras de Franco. Los rojos no estaban locos, 2008), 12.043 niños fueron sustraídos de manos de sus padres durante los duros años de la represión (1939-1945). La Iglesia católica nunca ha pedido perdón al pueblo español por estos hechos.

"Usted está en una catedral". El Cabildo de Córdoba impone la visión cristiana en las visitas al templo

Manuel J. Albert

Si no vuelve a haber retrasos, en primavera, la Mezquita de Córdoba podrá ya, al fin, visitarse de noche. El Cabildo catedralicio de Córdoba, junto con el Consorcio de Turismo (encabezado por el Ayuntamiento de la ciudad), presentó ayer el vídeo que precederá el paseo guiado por el templo milenario y que constará de un espectáculo de luz y sonido.

La temática de la cinta fue objeto de polémica estos dos años debido al rechazo de la Iglesia. Por un lado, se oponía a que se exhibiese nada en el interior de la Mezquita. Aunque, sobre todo, estaba preocupada por su contenido. Famosas fueron las declaraciones del entonces obispo, Juan José Asenjo, que en 2008 dijo que jamás aceptaría que se proyectasen "sobre los muros la visión de caballeros árabes cabalgando".

La opinión de monseñor Asenjo, ahora arzobispo de Sevilla, ha triunfado. El Cabildo ha impuesto su visión y en el vídeo que se presentó ayer, en presencia del presidente del Cabildo, Manuel Pérez Moya, y el alcalde, Andrés Ocaña, se sigue la didáctica de la Iglesia que subrayan el carácter no sólo religioso, sino "occidental y cristiano" del edificio.

Pérez Moya señaló que la idea era trasladar al visitante el conocimiento profundo del monumento desde la perspectiva histórica, artística y religiosa. El presidente del Cabildo subrayó que se ha tratado de un "proyecto complejo" por la singularidad del edificio y agradeció la capacidad de diálogo del Ayuntamiento, destacando especialmente el entendimiento con el alcalde, Andrés Ocaña. El regidor también valoró la "buena disposición" del Cabildo para conseguir que esta visita nocturna sea una realidad para la ciudad, que lucha por conseguir que los visitantes pernocten en la misma.

Las buenas palabras de ayer no ocultan las intensas negociaciones que se llevaron a cabo. Uno de los participantes fue Francisco Tejada, anterior concejal de Turismo. "Se creó una comisión mixta y el trabajo fue largo y complejo al tratarse de un edificio que es Patrimonio de la Humanidad y un centro de culto religioso". En cuanto a los contenidos, Tejada añade que el guión siempre trató de reflejar la historia de la ciudad y el carácter permanente de culto del edificio.

A lo largo del metraje, que se apoya en imágenes generadas por ordenador, el narrador desgrana las etapas que ha vivido la ciudad, desde su nacimiento como poblado turdetano. Lógicamente se detiene ampliamente en la construcción de la Mezquita, sobre una basílica cristiana que comienza bajo el visir Abderramán I, en el siglo VIII. Una voz en off insiste en la admiración que los Omeyas sentían por la tradición clásica europea, especialmente helenística, y su heredera cristiana en Bizancio. Ello convierte a la Mezquita, dice la grabación, "en el último testigo occidental" de la influencia griega, dejando en un segundo plano el hecho musulmán.

Desde hace años, a quienes cruzan los muros del actual templo se les repite que el suelo que pisan no es el de una Mezquita, sino el de una catedral católica. Y que lo ha sido prácticamente siempre. Por ello, a pesar de sus cinco siglos de presencia islámica que convirtieron en algo único al edificio, a éstos los catalogan como "la intervención musulmana". Así, al menos, se lee en el triptico que se entrega a los visitantes. El folleto, La Catedral de Córdoba. Testigo vivo de nuestra historia, se centra sobre todo en la presencia cristiana (12 párrafos), relegando a la fase islámica (cinco párrafos).

- Altercado en el bosque de columnas.

Poco antes de que se presentase el vídeo que precederá a la visita nocturna a la Mezquita, el bosque de arcos y columnas fue testigo de un desagradable incidente. Un grupo de profesores universitarios y periodistas de Estados Unidos, algunos de ellos musulmanes, que llegaron a la capital cordobesa expresamente para conocer la Mezquita-Catedral, "fueron expulsados del monumento mientras lo visitaban al no estar acompañados por un guía oficial" de los autorizados por el Cabildo de Córdoba, informa Europa Press. La Catedral de Córdoba controla rígidamente el régimen de visitas guiadas y quiénes las ofrecen. Entre las 08.00 y las 10.00 (las horas de culto en las que este grupo visitaba la Catedral) la visita es gratuita, pero sólo se pude hacer de forma individual, no en grupos, y además en silencio, señala un portavoz del Cabildo.

El presidente de la Junta Islámica en España, el cordobés Mansur Escudero, explicó que la visita de este grupo de profesores y periodistas estadounidenses se había coordinado por la Junta Islámica de España, en el marco de un "programa de intercambio cultural" con la Fundación para el Intercambio y la Cooperación, radicada en Estados Unidos. También participaba la organización estadounidense Iniciativa Córdoba, llamada así "en honor al paradigma histórico que representa Córdoba respecto a la tolerancia y convivencia pacífica entre diferentes culturas y religiones, que son, precisamente, los valores que defienden y promueven estas entidades norteamericanas y los hoy expulsados de la Mezquita", dijo Escudero.

Sospechosos de terrorismo por acudir a la mezquita

Jane Yager

En el estado de Baja Sajonia, al noroeste de Alemania, los controles y cacheos aleatorios de los musulmanes que acuden a rezar a las mezquitas es una imagen habitual. Una ley de 2003 permite estos controles con la intención de combatir el terrorismo yihadista dentro de este estado federal, pero ahora su parlamento está debatiendo su validez forzado por las repetidas denuncias de los musulmanes alemanes.

Como consecuencia del atentado frustrado del día de Navidad a bordo de un avión a Detroit, los países a ambas orillas del Atlántico han puesto el foco de atención dentro de sus propias fronteras donde se podrían reclutar o radicalizar potenciales terroristas. Pero en una parte de Alemania, el fuerte control sobre las mezquitas y los cafés frecuentados por musulmanes no es sólo una cuestión de actualidad, sino que es un procedimiento habitual de la policía desde hace años. Esta política de seguridad, denunciada por los musulmanes alemanes, no ha producido hasta la fecha ninguna detención relacionada con supuestos terroristas.

En la Baja Sajonia, un estado al noroeste de Alemania, los fieles musulmanes que acuden a los servicios del viernes se encuentran al llegar a la mezquita, de manera rutinaria, la calle acordonada y con policías armados. Quienes entran o salen del templo deben mostrar sus documentos de identidad. En algunas ocasiones la policía revisa los bolsos, hace preguntas o se lleva a quienes no tienen papeles a la comisaría del distrito. Los agentes han llegado a estampar un sello en el brazo de los musulmanes después de registrarles.

En estos controles aleatorios la policía no busca ninguna persona específica o investiga algo en particular, sino que actúa al amparo de una ley estatal de 2003 que les permite interrogar y cachear a ciudadanos en lugares públicos a fin de evitar delitos “graves e internacionales”.

“La policía dice que nos está protegiendo de los terroristas”, dice Avni Altiner, responsable regional de la organización de defensa de los musulmanes Shura. “Pero no nos sentimos protegidos. Nos sentimos discriminados y degradados”. La creciente irritación de los musulmanes por los controles en las mezquitas llegó a tal punto que en agosto pasado saltó a la prensa de Berlín y Estambul. En diciembre, el Partido Verde introdujo en el parlamento de la Baja Sajonia una propuesta legislativa para revocar la norma que legaliza esos controles.

“Los musulmanes están siendo tratados como sospechosos”, asegura la diputada del Partido Verde Filiz Polat, una de los defensoras de la petición de revocación. Ella es una más del creciente grupo de voces críticas que argumentan que los controles aleatorios van en contra de la libertad de religión, perjudican los esfuerzos para integrar a los inmigrantes en la sociedad alemana y alimentan sentimientos de persecución que podrían radicalizar a los jóvenes musulmanes. Y todo ello sin que se hayan conseguido resultados visibles para luchar contra el terrorismo.

Según unos datos divulgados a petición de Polat, tras seis años de controles regulares en las mezquitas, sólo se han producido detenciones y cargos por visados de residencia caducados, multas de tráfico y armas sin permiso, pero nada relacionado con el terrorismo. Para los musulmanes y el Partido Verde, eso poco tiene que ver con "graves delitos internacionales".

Pero la presión para poner fin a los controles está encontrando resistencia por parte de las autoridades, que los definen como medidas antiterroristas necesarias y efectivas. El ministro de Interior regional Uwe Schünemann, de la Unión Demócrata Cristiana de centro derecha, encargado de supervisar los controles en las mezquitas, asegura que “han demostrado ser una fórmula valiosa para adquirir datos sobre el terrorismo islamista”.

Según Schünemann, la lista de cargos es secundaria frente al efecto “preventivo” de los controles: han aportado a los servicios de inteligencia datos sobre potenciales actividades terroristas y han limado el tono de los sermones de los imanes. Schünemann está convencido de que los grupos terroristas internacionales son activos en la Baja Sajonia. Un grupo de musulmanes arrestados por planificar ataques con bombas en la cercana región de Sauerland en 2007 tenía lazos con la Baja Sajonia, según ha explicado un portavoz del ministro. El ministro del Interior se muestra especialmente inquieto respecto a los imanes que se dirigen a los 200.000 musulmanes que hay en el estado. En 2008, Schünemann planteó que los imanes fuesen formados por universidades y paneles de asesoramiento “liberales”, en lugar de organizaciones religiosas musulmanes, y pidió que diesen los sermones exclusivamente en alemán.

En una de las mezquitas más controladas por la policía, en Braunschweig, sus fieles dicen estar hartos de ser tratados como criminales por el solo hecho de acudir a los servicios religiosos. “Estamos en medio de un barrio residencial”, se lamenta Amra Dumanjic. Para ella, que sus vecinos vean a los coches patrulla bloqueando la calle y a una docena de agentes en la puerta del templo, “es humillante”.

Los fieles de la mezquita rezan en árabe, pero entre ellos charlan fundamentalmente en alemán. Muchos de los que acuden al templo son profesionales con un alto nivel de estudios (profesores, ingenieros, médicos) que llegaron a Braunschweig para formarse en su universidad. Se describen como “muy trabajadores, contribuyentes, miembros normales de la sociedad alemana”. Pero con los controles, han empezado a preocuparse. Han hecho lo que Alemania les ha pedido (aprender el idioma y trabajar duro), pero todavía tienen que enfrentarse a la limitada voluntad de la sociedad para dejar espacio a su fe.

“Les decimos a nuestros hijos que este es su país, que todo el mundo es igual aquí”, dice el líder de la mezquita, Adel el Domiaty. “Pero después se encuentran tratados de un modo que no lo confirma, y empiezan a pensar de otro modo. La integración tiene que ser un esfuerzo mutuo, en el que tienen que participar las dos partes”.

La legislación que esta siendo debatida actualmente en Baja Sajonia revocaría la ley de 2003 que autoriza controles en las mezquitas sin la obligación de aducir un motivo concreto. Tal y como lo ve Altiner de la organización Shura, de esa decisión depende el futuro de la integración de la comunidad musulmana: "[Baja Sajonia] tiene que tomar una decisión: ¿quieren integrar a los musulmanes o quieren que estos controles hagan que los musulmanes jóvenes pierdan su confianza en el Estado y la Policía?"

domingo, 10 de enero de 2010

Sobre la identidad democrática

Fernando Savater
es escritor

El debate sobre la identidad francesa incitado por el presidente Sarkozy es un síntoma alarmante de cómo se están poniendo las cosas en nuestra Europa de los malentendidos. ¡Preocupación identitaria hasta en el último bastión republicano del radicalismo ilustrado! Si la sal pierde también el sabor… ¿con qué podremos devolvérselo? Probablemente, la mejor respuesta a quienes inquieren en qué consiste la identidad francesa es replicar: “En no hacer nunca preguntas como ésta”. Pero hemos llegado a tal punto que ya no podemos limitarnos a esa irónica contundencia. Es preciso intentar de nuevo dar otra vuelta de tuerca a la pedagogía cívica.

En el congreso Casa Europa, celebrado hace pocos días en Turín por inspiración de Gianni Vattimo, escuché una intervención interesante del ex alcalde de Palermo y actual parlamentario italiano Leoluca Orlando, titulada Identidad y convivencia. Sostuvo que en la UE es preciso dejar de hablar para bien o para mal de “minorías”, porque lo que cuenta es que todos formamos parte de la mayoría democrática igual en derechos humanos y garantías civiles. El reconocimiento político de “minorías” estereotipadas consagra una cultura de la pertenencia, según la cual los derechos dependen de la adscripción del ciudadano a tal o cual grupo identitario. Cada identidad se convierte así en un blindaje que justifica excepciones y conculcaciones de las pautas democráticas generales.

Según mi interpretación, existe una diferencia esencial entre la diversidad de identidades discernibles en cualquiera de nuestras comunidades actuales y la identidad democrática que constituye el ADN del sistema político en que vivimos. Como ya he escrito en otro sitio (el curioso debe consultar el capítulo sexto de La vida eterna) el asunto se resume en la distinción entre ser y estar. Cada individuo configura lo que es de acuerdo a una gama más o menos amplia de identidades yuxtapuestas: algunas nos vienen impuestas por los azares de la biología, la geografía o la historia, mientras que otras provienen de elecciones más personales en el terreno de los afectos, las creencias o las aficiones. Hay cosas que somos desde la cuna y otras que preferimos o nos empeñamos en ser: ciertas identidades nos apuntan y al resto nos apuntamos. Sobre lo que cada cual es, cree que es o quiere ser poca discusión pública cabe. Se trata de una aventura personal mejor reflejada en obras autobiográficas como las Confesiones de san Agustín o de Rousseau, incluso en diarios como el de André Gide.

La identidad democrática, en cambio, no expresa tanto una forma de ser como una manera de estar. De estar junto a otros, para convivir y emprender tareas comunes, pese a las diferencias de lo que cada uno es o pretende ser.

El único requisito que se impone en democracia a las diversas identidades que se dan en ella es que no interfieran radical-mente con las normas que permiten estar juntos o imposibiliten su funcionamiento igualitario. Por ejemplo, la identidad francesa es, sin duda, parte de lo que los ciudadanos franceses son, pero hay muchas maneras de vivirla, sentirla y pensarla de acuerdo con el resto de los rasgos de identidad que cada cual considera suyos. Ya existen novelas o películas sobre esta diversidad, que unos viven como drama y otros como conquista (supongo que entre estos últimos habrá que incluir al propio presidente de ascendencia húngara y a su envidiablemente cosmopolita esposa).

No hay cánones definitivos para ser francés, pero sí para estar en Francia como ciudadano de una democracia avanzada. De modo que la pregunta interesante no indaga lo que significa ser francés, sino lo que exige ser ciudadano en Francia.

Lo mismo es válido para el resto de los países, desde luego. No son los minaretes ni los campanarios los que amenazan las libertades públicas, sino aquellos feligreses o dignatarios religiosos que ponen su pertenencia a una fe por encima de sus obligaciones con el sistema democrático que las permite convivir a todas sin desgarramientos ni indebidos privilegios. Frente a la cultura de la pertenencia -acrítica, blindada, basada en el sacrosanto “nosotros somos así”- está la cultura de la participación, cuyas adhesiones son siempre revisables y buscan la integración de lo diferente en lugar de limitarse a celebrar la unanimidad de lo mismo. A esta última, que respeta el ser de cada cual pero lo subordina en asuntos necesarios al estar juntos con quienes son de otro modo, es precisamente a lo que se llama laicismo.

Pero es importante destacar que el laicismo no sólo se refiere a las identidades religiosas: también ha de aplicarse ante otras de distinto signo, como las llamadas de género (refiriéndose al sexo, que es lo que tenemos los humanos a diferencia de los adjetivos y los pronombres) o a las de idiosincrasias nacionalistas. En el País Vasco, por ejemplo, las tímidas medidas que afortunadamente se van tomando para asentar por fin la maltrecha identidad democrática que allí nunca ha tenido verdadera vigencia tropiezan con la oposición de quienes se empeñan en verlas como agresiones a una supuesta “identidad vasca”, que ellos se han ocupado de diseñar como incompatible con la española y calcada de parámetros exclusiva y excluyentemente sabinianos. De modo semejante, se previene y desvaloriza en Cataluña la función del Tribunal Constitucional, cuya misión (hay que reconocer que cumplida por lo general sin excesivo lucimiento) supone precisamente la defensa del estar constitucional frente a formas de ser que impliquen desigualdades ofensivas o disgregaciones territoriales de la ciudadanía. No sólo son los obispos quienes pretenden que lo que ellos consideran pecado sea convertido en delito por la ley civil: también hay integrismos culturales o etnicistas que aspiran a imponer sus prejuicios irreversibles -”aquí somos así, hablamos así, etcétera…”- por la misma vía.

El problema de fondo es que las identidades particulares con las que cada uno definimos lo que somos gozan de una calidez entusiasta y egocéntrica a la que difícilmente puede aspirar la más genérica y compartida identidad democrática. Cada cual disfruta o padece (pero deliciosamente) su ser y sólo se resigna a estar con los demás. De ahí la importancia de una educación cívica, la denostada Educación para la Ciudadanía, que razone y persuada para la formación de un carácter verdaderamente laico en todos los aspectos. Ignoro si este objetivo es ahora alcanzable en nuestra era centrífuga, pero estoy convencido de que es deseable y hasta imprescindible dentro de una actitud progresista más allá de las habituales querellas entre izquierdas y derechas.

Empate de catecismos

Antoni Puigverd

Amenábar, a pesar de la etiqueta de calidad que le acompaña, basa el éxito de su Ágora (filme que santifica a la filósofa Hipatia, protomártir del laicismo) en una argucia muy sobada: servir al numeroso público que se cree progresista un producto emocional destinado a confirmar sus prejuicios. En los años del desarrollismo franquista, Alfredo Landa hacía algo parecido: halagaba los prejuicios machistas de su generación. Y Vizcaíno Casas con sus libros, que satisfacían el deseo de bronca y nostalgia de los franquistas irritados por su decadencia.

Pero, en La Contra espléndida del pasado jueves, bastó una respuesta escueta y erudita de Cebrià Pifarré a una pregunta de Víctor Amela: y el barroco edificio populista que levanta Amenábar tembló. “Violencia cristiana sí hubo, entonces”, apunta el entrevistador refiriéndose a la Alejandría del siglo IV. Y contesta Pifarré: “Y judía. Y pagana. A menudo andaban a trompazos todos con todos…”. Autor de una monumental Literatura cristiana antiga (PAM), Cebrià Pifarré consigue apartar con una frase el visillo de la ficción peliculera y nos acerca a la compleja ventana de la historia. La entrevista y algunos capítulos del libro nos sitúan en uno de tantos momentos de crisis o cambio histórico: los refinamientos culturales helénicos, que habían tenido en Alejandría la máxima expresión, se derrumbaban, junto con el imperio romano que les otorgaba fundamento, bajo el impulso rudo y agresivo de nuevos protagonistas. Hacían su entrada en la historia “gente campesina muy primitiva y ruda, coptos que reivindicaban su lengua frente a la helenización”.

En aquellos tiempos, como en los nuestros ahora, un viejo orden (el que Amenábar idealiza) se hundía, mientras el tiempo nuevo -visible en “los anárquicos y brutos monjes del desierto que en su crudeza odiaban todo lo helénico”- expresaba el empuje, inicialmente oscuro, de otras gentes. El cristianismo estaba allí: construyendo un puente.

Más que discutir la película de Amenábar o aplaudir el rigor de Pifarré (incomparables como un turrón y un campo de avellanas), la modesta pretensión de este artículo navideño es constatar la tendencia al panfleto de una importantísima corriente ideológica: el laicismo. Demasiado acostumbrado a que todo el mundo cultural le dé la razón: en Catalunya es tan absolutamente hegemónico que -abad de Montserrat al margen- casi ningún católico se atreve ya a toser en público.

Los laicistas adoctrinan, dan por supuesto que todo el mundo tiene que pensar como ellos (pues los religiosos no piensan) y produce sin cesar catecismos culturales. Sirva de ejemplo el de Amenábar. Tiene el laicismo, como tuvo en su momento en España el nacionalcatolicismo, que la Conferencia Episcopal parece añorar, un complejo de superioridad moral. Se refiere a la vivencia religiosa siempre en forma de caricatura: propia de tipos primitivos, arcaicos o ignorantes, siempre violentos.

Tiene complejo de superioridad, pero, paradójicamente, ha perdido el sentido crítico. En efecto, los voceros artísticos, periodísticos o políticos del laicismo todavía no han iniciado entre nosotros el proceso de reconocimiento de los fracasos (o límites) históricos de la revolución ilustrada iniciada en el siglo XVIII (cuando se inventó precisamente el mito de Hipatia, opuesto al supuesto oscurantismo de la religión). Después de tres siglos de victoria ideológica, derrotada por tierra, mar y aire en Europa la cultura católica o protestante, ¿puede realmente el laicismo considerar que (dejemos a un lado ahora el islam) la religión ha sido sustituida por la razón? ¿Acaso los dos grandes desastres del siglo XX (el nazismo y el Gulag ruso) no son deformaciones colosales (entre las más desastrosas y violentas de la historia) del pensamiento racional? ¿Acaso el imperio de las emociones que caracteriza el presente europeo no está en las antípodas del imperio de la razón?

Atrapada en un laberinto de consumo e hipnosis mediática, la ciudadanía está ahora libre de dogmas, ciertamente. Pero no de esclavitudes (no por menos explícitas menos omnipotentes). La época de la razón ha generado no pocos monstruos. Los que la abanderan con tópicos sectarios y reduccionistas, burlándose de cinco mil años de tradición cultural judeocristiana, deberían abandonar, como mínimo, sus alardes de superioridad moral. Cuanto más saben los físicos (en vanguardia de la ciencia actual), más dudan de la certeza puramente científica. Y no pocos, entre nosotros David Jou, reencajan el conocimiento científico con una visión trascendente de la vida.

La crisis cultural de nuestro tiempo tendrá, sin duda, efectos positivos. Uno de ellos es el empate de catecismos. A la dogmática religiosa le sustituyó la dogmática laicista. Karl Kraus, aquel formidable polemista de la gran Viena perdida, lo intuyó hace un siglo: “Puestos a creer en algo que no veo, prefiero creer en Dios antes que en un bacilo”.

La frase carece ya de sentido literal, pero no de sentido metafórico. Como sagazmente ha apuntado John Cornwell en Darwin´s angel (versión italiana en Ed. Garzanti), muchas de las explicaciones que da ahora la ciencia sobre el universo no son menos literarias que las que daba el Génesis cinco mil años atrás. El empate de catecismos y la crisis ideológica de nuestro tiempo obligan a un esfuerzo de reconstrucción cultural. Fe y razón no podrán ignorarse tan fácilmente como hasta ahora.

sábado, 9 de enero de 2010

Libertad religiosa

Javier Pérez Royo

La decisión acerca de si se puede admitir o no la presencia de crucifijos en las aulas está tomada. Es una decisión que adoptó el constituyente de 1978 al redactar el artículo 16 de la Constitución en los términos en que lo hizo. El Estado español es un Estado aconfesional y, en consecuencia, "nadie podrá ser obligado a declarar sobre su... religión o creencias" (art. 16.2) y ninguna "confesión tendrá carácter estatal" (art. 16.3).

No nos encontramos ante una decisión que tengan que tomar los consejos escolares, o las consejerías de Educación de las comunidades autónomas o el Ministerio de Educación, porque la decisión ya la tomó el constituyente. Desde el 29 de diciembre de 1978 cada ciudadano, y subrayo lo de cada ciudadano, es titular del derecho fundamental a la libertad religiosa y ese derecho tiene que serle respetado por los poderes públicos y por los demás ciudadanos sin excepción, ya que, como dice el artículo 9.1 CE, "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución". Ni siquiera las Cortes Generales podrían tomar la decisión de que hubiera crucifijos en las escuelas, pues en el supuesto de que aprobaran una ley en ese sentido la ley sería anticonstitucional. En mi opinión, ni siquiera mediante la revisión de la Constitución contemplada en el artículo 168, que sería la vía apropiada para reformar el artículo 16, se podría tomar esa decisión, ya que la no confesionalidad del Estado pertenece al núcleo esencial del Estado constitucional, que dejaría de serlo en el caso de que se convirtiera en un Estado confesional. Estado constitucional y Estado confesional es una contradicción en los términos. Pero, en todo caso, para tomar la decisión de que hubiera crucifijos en las escuelas habría previamente que revisar la Constitución, esto es, adoptar la decisión por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras en dos legislaturas consecutivas y someter la decisión después a referéndum.

Desde el 29 de diciembre de 1978 debería haberse procedido de oficio a la retirada de todos los crucifijos de las escuelas. La retirada o no retirada de los crucifijos no es asunto que pueda ser sometido a discusión, ya que ello obligaría a que quienes participan en la discusión tengan que hacer públicas "su religión o sus creencias" y esto es algo que está expresamente vedado por la Constitución. La simple formulación de la pregunta ya sería anticonstitucional.

Lo que, a su vez, quiere decir que a nadie tendría que ponérsele en la tesitura de tener que hacer una reclamación para que se retiren los crucifijos y, menos todavía, que tenga que interponer un recurso ante los tribunales de justicia para que se ordene la retirada. Esto ya supone una vulneración del derecho a la libertad religiosa de la persona que reclama o recurre.

Los derechos fundamentales son derechos de los individuos. Los consejos escolares no son titulares del derecho a la libertad religiosa y, en consecuencia, no pueden decidir ni por mayoría ni por unanimidad si quieren mantener o no los crucifijos en las escuelas. Mantener esa postura es desconocer de la manera más completa qué son los derechos fundamentales y qué lugar ocupan en nuestro ordenamiento constitucional.

De ahí que no se pueda aceptar los términos a los que se está intentando llevar el debate en nuestro país tras la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la incompatibilidad del derecho a la libertad religiosa y la presencia de los crucifijos en las aulas. La decisión de retirar los crucifijos no puede hacerse depender de que lo soliciten o dejen de solicitar un mayor o un menor número de padres, sino que dicha decisión tiene que ser adoptada de oficio por los poderes públicos competentes, ya que el primer elemento definitorio de los derechos como derechos fundamentales en nuestra Constitución es la vinculación de los mismos a todos los poderes públicos. Así lo dice taxativamente el primer inciso del primer apartado del artículo 53 de la Constitución, que es en el que se definen los elementos que hacen que los derechos puedan ser calificados de fundamentales: "Los derechos y libertades (...) vinculan a todos los poderes públicos".

Tras la sentencia dictada por unanimidad por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la violación de la libertad religiosa por parte del Estado italiano por no haber procedido a la retirada del crucifijo de un instituto no puede caber duda de que libertad religiosa y crucifijos en las aulas son términos incompatibles y, en consecuencia, todos los poderes públicos están obligados a ordenar la retirada de tales símbolos religiosos porque, insisto, todos están vinculados por los derechos fundamentales.

viernes, 8 de enero de 2010

La cumbre del clima de Copenhague y el movimiento ecuménico

El pasado 13 de diciembre repicaron 350 veces las campanas de las iglesias de la capital danesa, donde se celebraba la Cumbre sobre el Cambio Climático, convocada por Naciones Unidas (del 7 al 18 de diciembre). Este repique tenía por objeto recordar a los líderes mundiales presentes en Copenhague, la necesidad de preservar la obra de la Creación reduciendo la tasa de CO2 en la atmósfera hasta unos límites tolerables para la vida (350 partículas por millón, frente a las 390 que ya se han alcanzado)

Esta iniciativa fue secundada también en el resto de Europa y en todo el mundo (www.bellringing350.org) En concreto la Comisión de Conferencias Episcopales Europeas junto al Consejo Europeo de las Iglesias CEC-KEK, redactaron una carta conjunta destinada tanto a los fieles cristianos como a los gobernantes de los diferentes Estados europeos para interpelarles sobre esta cuestión: http://cec-kek.org/pdf/ENClimatechange.pdf

En España, los miembros del movimiento ecuménico redactaron un manifiesto conjunto “ante la grave situación generada por los efectos del Cambio Climático y la injusta e ineficaz gestión de los recursos del planeta”, que suscribieron el Arzobispado Ortodoxo de España y Portugal (Patriarcado Ecuménico de Constantinopla); la Comisión General de Justicia y Paz España (católicos); la Comunidad Evangélica de Habla Alemana, de Madrid; la Iglesia España Reformada Episcopal (Comunión Anglicana); la Iglesia Evangélica Española; la Iglesia Ortodoxa Rumana, en Madrid; la Iglesia Ortodoxa Rusa, en España (Patriarcado de Moscú); y el Foro Ecuménico Pentecostés. http://www.foroecumenicopentecostes.com/manifiesto.html

En concreto, en la Comunidad de Madrid, los firmantes de este manifiesto pronunciaron predicaciones y oraciones a favor de la preservación de la Creación, ese domingo, en sus respectivas comunidades. Tuvo especial relevancia el culto dominical de la Iglesia de la Esperanza, de Móstoles (Madrid), que preside el Pastor Diego Teruel, quien además de miembro destacado del Foro Ecuménico Pentecostés es el responsable de Relaciones Interconfesionales del Presbiterio de Madrid, de la Iglesia Evangélica Española. Asistieron, ese día a su iglesia, desde la capital y desde diferentes municipios madrileños, cristianos de diversas confesiones, entre ellos, también, miembros del Foro Ecuménico Pentecostés.

jueves, 7 de enero de 2010

Las vergüenzas de Cáritas España

Vicente Romero
es periodista corresponsal
de Radio Televisión Española (RTVE)

Cáritas Madrid ha suspendido el uso por la comunidad de San Carlos Borromeo de las llamadas hojas de caridad, documentos que suponen la entrega de una cantidad máxima de 900 euros anuales a las familias más necesitadas del barrio. La noticia, pese a su fondo amargo y escandaloso, no ha sido publicada. El arzobispado prefiere que no se airee su decisión de abandonar a los más necesitados en Vallecas. A Cáritas también le conviene silenciar una medida que daña gravemente su imagen. Y los sacerdotes de San Carlos Borromeo desean evitar otro enfrentamiento con la jerarquía eclesiástica.

Recordemos que dos años y medio atrás, el cardenal Rouco Varela pretendió acabar con las actividades sociales de la parroquia vallecana, acusada públicamente de prácticas litúrgicas tan irregulares como dar la comunión utilizando el pan dulce (rosquillas, llegaron a decir) elaborado por mujeres del vecindario. Una enorme reacción popular impidió el cierre del templo. Finalmente Rouco se limitó a degradar la parroquia al rango inferior de capellanía, tras pactar con sus curas --en una visita nocturna-- el dejarlos en paz a cambio de que mantuvieran un discreto silencio. Y ahora ha ordenado que Cáritas Madrid les retire las hojas de caridad. ¿Motivo oficial? La iglesia de San Carlos Borromeo perdió la facultad de distribuir ayudas diocesanas entre sus feligreses cuando dejó de ser parroquia, aunque nunca hubiera funcionado como tal sino como centro contra la exclusión social.

No puedo decir que la posición de Cáritas Madrid me haya sorprendido. Al contrario, resulta coherente. Y eso es lo peor. Porque no se trata de una torpeza, ni siquiera de una negligencia como la cometida al cerrar por vacaciones de verano su albergue junto al Senado, privando de cama y comida a su numerosa clientela de indigentes. Este caso parece una despiadada forma de castigo contra el sector más progresista de la Iglesia, mediante una patada en el culo de los pobres.

Durante años colaboré con Cáritas España, especialmente cuando estuvo presidida por Pepe Sánchez Faba, un hombre tan honesto y tolerante como enérgico en la defensa de sus principios éticos. En incontables ocasiones elogié el apoyo que Cáritas brindaba, generalmente a través de los misioneros, a numerosos proyectos sociales en los rincones más empobrecidos del planeta. Incluso llegué a recomendar a los oyentes de RNE que --aunque fueran agnósticos como yo-- canalizaran a través de Cáritas su ayuda para construir un mundo mejor. Mi larga empatía con los misioneros hizo que la Conferencia Episcopal --a la que Faba denominaba el obispero-- me concediera en 1999 el premio Bravo por los supuestos valores cristianos de mi trabajo. Lo devolví en 2007 cuando Rouco puso cerco a la parroquia de San Carlos Borromeo, precisamente por los valores cristianos demostrados en su trabajo.

Había roto toda relación con Cáritas España dos años antes, durante la hambruna de 2005 en Níger, tras comprobar sobre el terreno que su enviado especial --un sacerdote secularizado, encargado de evaluar las necesidades urgentes-- renunciaba a visitar Maradi, la región más castigada por la crisis, por ser zona musulmana. (Donde un misionero español, José Collado, hizo cuanto pudo sin preguntar a qué dios rezaban los hambrientos). Menos importancia tuvo que, casi al mismo tiempo, se produjeran algunos escándalos internos, incluyendo casos de nepotismo, en la Central de Cáritas. Pero fueron las gotas que colmaron mi vaso. Cáritas España presidida por un antiguo policía que hizo su carrera durante el franquismo y Cáritas Madrid dirigida por un constructor inmobiliario estilo Jesús Gil y Gil, dan la imagen de una institución que humanamente ya no es lo que era pocos años atrás. Reconozco que Cáritas continúa realizando tareas tan meritorias como imprescindibles. Pero basta un chorrito de mierda en un tanque de agua potable para que esta deje de ser recomendable, la bendigan o no.

miércoles, 6 de enero de 2010

¿’Caritas in veritate’ o ‘Veritas in caritate’?

Hilari Raguer
es monje de Montserrat e historiador
especializado en la Iglesia durante
la Guerra Civil española

Alguien dijo que cuando los Papas perdieron los Estados de la Iglesia, inventaron las encíclicas. La Caritas in veritate de Benedicto XVI es una apología de la llamada “doctrina social” de la Iglesia. En los debates del Vaticano II se eliminó esta expresión del decreto Christus Dominus sobre los obispos, y en el número 76 de la constitución Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo se la reemplazó por “doctrina sobre la sociedad” (doctrina de societate). Así rezaba el texto definitivamente votado el 6 de diciembre de 1965, promulgado por Pablo VI y publicado en Acta Apostolicae Sedis.

Pero, un año más tarde, el cardenal Pericle Felici presentaba una edición oficial de los documentos conciliares. Felici había sido secretario general del Vaticano II, y desde este puesto favoreció una y otra vez las maniobras de la minoría conservadora. Fiel a su trayectoria, a petición de un grupo de obispos brasileños conservadores, reintrodujo la expresión doctrina socialis como una de tantas erratas que se corregían. El P.M.D. Chenu, uno de los principales redactores de Gaudium et spes, futuro cardenal, lo calificó de “intervención ilegal”.

La distinción entre doctrina socialis y doctrina de societate no es bizantina. La Iglesia enseña que el evangelio ha de repercutir en la sociedad, pero doctrina socialis había adquirido un sentido específico, referido a las encíclicas sociales de León XIII y sucesores y, como explica el P. Chenu, “este sentido genérico no se sostiene más que por una referencia explícita al evangelio, que se hallaba extrañamente ausente en el uso doctoral y magisterial de las encíclicas llamadas sociales, vinculadas a referencias ideológicas y a la preocupación por el orden establecido”. (La “doctrine sociale” de l’Église comme idéologie, París 1979, pp. 8-9).

Juega todo el documento con el binomio “caridad” y “verdad”. Han de ir unidas, pero el Papa recuerda que, si san Pablo propugnaba la veritas in caritate (cf. Efesios 4,15), hay que urgir también el “sentido inverso y complementario de caritas in veritate” (nº 2). Juan XXIII, en cambio, insistía en lo primero. Tenía media docena de textos bíblicos que eran líneas de fuerza tanto de su piedad personal como de su actividad pastoral y, además, los proclamaba convencido del poder de la Palabra para transformar la Iglesia y el mundo. El principal y más fecundo era “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad” (Lucas 2,14), pero también repetía Efesios 4,15, que en la Vulgata latina dice veritatem facientes in caritate (”practicando la verdad con caridad”).

Antes del Concilio, cuando la jerarquía eclesiástica andaba obsesionada por la doctrina ortodoxa, Roncalli y otros eclesiásticos que como él deseaban una renovación de la Iglesia, sostenían que la defensa de la fe nunca puede olvidar la caridad, como por desgracia ocurría con los procedimientos del Santo Oficio (de los que el propio joven Roncalli había sido víctima, acusado de modernismo). Benedicto XVI nos hace volver a la ortodoxia: caritas, sí, pero in veritate y, aunque en algún momento veritas se identifica con el evangelio (nº 18), prácticamente designa aquí a la doctrina social de la Iglesia.

Al principio se dice modestamente que la doctrina social está “abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga” (nº 9), pero luego leemos frases muy restrictivas: “Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente” (nº 3); “Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida (nº 9); “No hay, pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana” (nº 16). En la conclusión se afirma que “sin Dios el hombre no sabe adónde ir”, y que el hombre solo “no puede fundar un verdadero humanismo” (nº 78). Por consiguiente, “el humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano” (ibid.).

La historia nos dice que muchas veces tanto la verdad como la caridad no han estado dentro de la Iglesia, sino fuera. Los “hombres de buena voluntad” a los que apelaba Juan XXIII nos dan a menudo lecciones de humanidad, y hasta de teología. En 1981, en el 350º aniversario de la muerte de Galileo, Juan Pablo II creó una comisión que revisara el proceso de la Inquisición que había condenado a Galileo. Su conclusión reconoció el error de la Inquisición, y Juan Pablo II llegó a afirmar que “Galileo, sinceramente creyente, se mostró más perspicaz que sus adversarios teólogos”.

En el juicio universal (Mateo 25) seremos juzgados por la caridad. Los que dieron pan al hambriento y de beber al sediento, obraban sólo por compasión. No sabían que se lo hacían a Cristo, ni mucho menos que aplicaban las encíclicas.