Mostrando entradas con la etiqueta laicismo. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta laicismo. Mostrar todas las entradas

domingo, 10 de enero de 2010

Sobre la identidad democrática

Fernando Savater
es escritor

El debate sobre la identidad francesa incitado por el presidente Sarkozy es un síntoma alarmante de cómo se están poniendo las cosas en nuestra Europa de los malentendidos. ¡Preocupación identitaria hasta en el último bastión republicano del radicalismo ilustrado! Si la sal pierde también el sabor… ¿con qué podremos devolvérselo? Probablemente, la mejor respuesta a quienes inquieren en qué consiste la identidad francesa es replicar: “En no hacer nunca preguntas como ésta”. Pero hemos llegado a tal punto que ya no podemos limitarnos a esa irónica contundencia. Es preciso intentar de nuevo dar otra vuelta de tuerca a la pedagogía cívica.

En el congreso Casa Europa, celebrado hace pocos días en Turín por inspiración de Gianni Vattimo, escuché una intervención interesante del ex alcalde de Palermo y actual parlamentario italiano Leoluca Orlando, titulada Identidad y convivencia. Sostuvo que en la UE es preciso dejar de hablar para bien o para mal de “minorías”, porque lo que cuenta es que todos formamos parte de la mayoría democrática igual en derechos humanos y garantías civiles. El reconocimiento político de “minorías” estereotipadas consagra una cultura de la pertenencia, según la cual los derechos dependen de la adscripción del ciudadano a tal o cual grupo identitario. Cada identidad se convierte así en un blindaje que justifica excepciones y conculcaciones de las pautas democráticas generales.

Según mi interpretación, existe una diferencia esencial entre la diversidad de identidades discernibles en cualquiera de nuestras comunidades actuales y la identidad democrática que constituye el ADN del sistema político en que vivimos. Como ya he escrito en otro sitio (el curioso debe consultar el capítulo sexto de La vida eterna) el asunto se resume en la distinción entre ser y estar. Cada individuo configura lo que es de acuerdo a una gama más o menos amplia de identidades yuxtapuestas: algunas nos vienen impuestas por los azares de la biología, la geografía o la historia, mientras que otras provienen de elecciones más personales en el terreno de los afectos, las creencias o las aficiones. Hay cosas que somos desde la cuna y otras que preferimos o nos empeñamos en ser: ciertas identidades nos apuntan y al resto nos apuntamos. Sobre lo que cada cual es, cree que es o quiere ser poca discusión pública cabe. Se trata de una aventura personal mejor reflejada en obras autobiográficas como las Confesiones de san Agustín o de Rousseau, incluso en diarios como el de André Gide.

La identidad democrática, en cambio, no expresa tanto una forma de ser como una manera de estar. De estar junto a otros, para convivir y emprender tareas comunes, pese a las diferencias de lo que cada uno es o pretende ser.

El único requisito que se impone en democracia a las diversas identidades que se dan en ella es que no interfieran radical-mente con las normas que permiten estar juntos o imposibiliten su funcionamiento igualitario. Por ejemplo, la identidad francesa es, sin duda, parte de lo que los ciudadanos franceses son, pero hay muchas maneras de vivirla, sentirla y pensarla de acuerdo con el resto de los rasgos de identidad que cada cual considera suyos. Ya existen novelas o películas sobre esta diversidad, que unos viven como drama y otros como conquista (supongo que entre estos últimos habrá que incluir al propio presidente de ascendencia húngara y a su envidiablemente cosmopolita esposa).

No hay cánones definitivos para ser francés, pero sí para estar en Francia como ciudadano de una democracia avanzada. De modo que la pregunta interesante no indaga lo que significa ser francés, sino lo que exige ser ciudadano en Francia.

Lo mismo es válido para el resto de los países, desde luego. No son los minaretes ni los campanarios los que amenazan las libertades públicas, sino aquellos feligreses o dignatarios religiosos que ponen su pertenencia a una fe por encima de sus obligaciones con el sistema democrático que las permite convivir a todas sin desgarramientos ni indebidos privilegios. Frente a la cultura de la pertenencia -acrítica, blindada, basada en el sacrosanto “nosotros somos así”- está la cultura de la participación, cuyas adhesiones son siempre revisables y buscan la integración de lo diferente en lugar de limitarse a celebrar la unanimidad de lo mismo. A esta última, que respeta el ser de cada cual pero lo subordina en asuntos necesarios al estar juntos con quienes son de otro modo, es precisamente a lo que se llama laicismo.

Pero es importante destacar que el laicismo no sólo se refiere a las identidades religiosas: también ha de aplicarse ante otras de distinto signo, como las llamadas de género (refiriéndose al sexo, que es lo que tenemos los humanos a diferencia de los adjetivos y los pronombres) o a las de idiosincrasias nacionalistas. En el País Vasco, por ejemplo, las tímidas medidas que afortunadamente se van tomando para asentar por fin la maltrecha identidad democrática que allí nunca ha tenido verdadera vigencia tropiezan con la oposición de quienes se empeñan en verlas como agresiones a una supuesta “identidad vasca”, que ellos se han ocupado de diseñar como incompatible con la española y calcada de parámetros exclusiva y excluyentemente sabinianos. De modo semejante, se previene y desvaloriza en Cataluña la función del Tribunal Constitucional, cuya misión (hay que reconocer que cumplida por lo general sin excesivo lucimiento) supone precisamente la defensa del estar constitucional frente a formas de ser que impliquen desigualdades ofensivas o disgregaciones territoriales de la ciudadanía. No sólo son los obispos quienes pretenden que lo que ellos consideran pecado sea convertido en delito por la ley civil: también hay integrismos culturales o etnicistas que aspiran a imponer sus prejuicios irreversibles -”aquí somos así, hablamos así, etcétera…”- por la misma vía.

El problema de fondo es que las identidades particulares con las que cada uno definimos lo que somos gozan de una calidez entusiasta y egocéntrica a la que difícilmente puede aspirar la más genérica y compartida identidad democrática. Cada cual disfruta o padece (pero deliciosamente) su ser y sólo se resigna a estar con los demás. De ahí la importancia de una educación cívica, la denostada Educación para la Ciudadanía, que razone y persuada para la formación de un carácter verdaderamente laico en todos los aspectos. Ignoro si este objetivo es ahora alcanzable en nuestra era centrífuga, pero estoy convencido de que es deseable y hasta imprescindible dentro de una actitud progresista más allá de las habituales querellas entre izquierdas y derechas.

Empate de catecismos

Antoni Puigverd

Amenábar, a pesar de la etiqueta de calidad que le acompaña, basa el éxito de su Ágora (filme que santifica a la filósofa Hipatia, protomártir del laicismo) en una argucia muy sobada: servir al numeroso público que se cree progresista un producto emocional destinado a confirmar sus prejuicios. En los años del desarrollismo franquista, Alfredo Landa hacía algo parecido: halagaba los prejuicios machistas de su generación. Y Vizcaíno Casas con sus libros, que satisfacían el deseo de bronca y nostalgia de los franquistas irritados por su decadencia.

Pero, en La Contra espléndida del pasado jueves, bastó una respuesta escueta y erudita de Cebrià Pifarré a una pregunta de Víctor Amela: y el barroco edificio populista que levanta Amenábar tembló. “Violencia cristiana sí hubo, entonces”, apunta el entrevistador refiriéndose a la Alejandría del siglo IV. Y contesta Pifarré: “Y judía. Y pagana. A menudo andaban a trompazos todos con todos…”. Autor de una monumental Literatura cristiana antiga (PAM), Cebrià Pifarré consigue apartar con una frase el visillo de la ficción peliculera y nos acerca a la compleja ventana de la historia. La entrevista y algunos capítulos del libro nos sitúan en uno de tantos momentos de crisis o cambio histórico: los refinamientos culturales helénicos, que habían tenido en Alejandría la máxima expresión, se derrumbaban, junto con el imperio romano que les otorgaba fundamento, bajo el impulso rudo y agresivo de nuevos protagonistas. Hacían su entrada en la historia “gente campesina muy primitiva y ruda, coptos que reivindicaban su lengua frente a la helenización”.

En aquellos tiempos, como en los nuestros ahora, un viejo orden (el que Amenábar idealiza) se hundía, mientras el tiempo nuevo -visible en “los anárquicos y brutos monjes del desierto que en su crudeza odiaban todo lo helénico”- expresaba el empuje, inicialmente oscuro, de otras gentes. El cristianismo estaba allí: construyendo un puente.

Más que discutir la película de Amenábar o aplaudir el rigor de Pifarré (incomparables como un turrón y un campo de avellanas), la modesta pretensión de este artículo navideño es constatar la tendencia al panfleto de una importantísima corriente ideológica: el laicismo. Demasiado acostumbrado a que todo el mundo cultural le dé la razón: en Catalunya es tan absolutamente hegemónico que -abad de Montserrat al margen- casi ningún católico se atreve ya a toser en público.

Los laicistas adoctrinan, dan por supuesto que todo el mundo tiene que pensar como ellos (pues los religiosos no piensan) y produce sin cesar catecismos culturales. Sirva de ejemplo el de Amenábar. Tiene el laicismo, como tuvo en su momento en España el nacionalcatolicismo, que la Conferencia Episcopal parece añorar, un complejo de superioridad moral. Se refiere a la vivencia religiosa siempre en forma de caricatura: propia de tipos primitivos, arcaicos o ignorantes, siempre violentos.

Tiene complejo de superioridad, pero, paradójicamente, ha perdido el sentido crítico. En efecto, los voceros artísticos, periodísticos o políticos del laicismo todavía no han iniciado entre nosotros el proceso de reconocimiento de los fracasos (o límites) históricos de la revolución ilustrada iniciada en el siglo XVIII (cuando se inventó precisamente el mito de Hipatia, opuesto al supuesto oscurantismo de la religión). Después de tres siglos de victoria ideológica, derrotada por tierra, mar y aire en Europa la cultura católica o protestante, ¿puede realmente el laicismo considerar que (dejemos a un lado ahora el islam) la religión ha sido sustituida por la razón? ¿Acaso los dos grandes desastres del siglo XX (el nazismo y el Gulag ruso) no son deformaciones colosales (entre las más desastrosas y violentas de la historia) del pensamiento racional? ¿Acaso el imperio de las emociones que caracteriza el presente europeo no está en las antípodas del imperio de la razón?

Atrapada en un laberinto de consumo e hipnosis mediática, la ciudadanía está ahora libre de dogmas, ciertamente. Pero no de esclavitudes (no por menos explícitas menos omnipotentes). La época de la razón ha generado no pocos monstruos. Los que la abanderan con tópicos sectarios y reduccionistas, burlándose de cinco mil años de tradición cultural judeocristiana, deberían abandonar, como mínimo, sus alardes de superioridad moral. Cuanto más saben los físicos (en vanguardia de la ciencia actual), más dudan de la certeza puramente científica. Y no pocos, entre nosotros David Jou, reencajan el conocimiento científico con una visión trascendente de la vida.

La crisis cultural de nuestro tiempo tendrá, sin duda, efectos positivos. Uno de ellos es el empate de catecismos. A la dogmática religiosa le sustituyó la dogmática laicista. Karl Kraus, aquel formidable polemista de la gran Viena perdida, lo intuyó hace un siglo: “Puestos a creer en algo que no veo, prefiero creer en Dios antes que en un bacilo”.

La frase carece ya de sentido literal, pero no de sentido metafórico. Como sagazmente ha apuntado John Cornwell en Darwin´s angel (versión italiana en Ed. Garzanti), muchas de las explicaciones que da ahora la ciencia sobre el universo no son menos literarias que las que daba el Génesis cinco mil años atrás. El empate de catecismos y la crisis ideológica de nuestro tiempo obligan a un esfuerzo de reconstrucción cultural. Fe y razón no podrán ignorarse tan fácilmente como hasta ahora.

sábado, 9 de enero de 2010

Libertad religiosa

Javier Pérez Royo

La decisión acerca de si se puede admitir o no la presencia de crucifijos en las aulas está tomada. Es una decisión que adoptó el constituyente de 1978 al redactar el artículo 16 de la Constitución en los términos en que lo hizo. El Estado español es un Estado aconfesional y, en consecuencia, "nadie podrá ser obligado a declarar sobre su... religión o creencias" (art. 16.2) y ninguna "confesión tendrá carácter estatal" (art. 16.3).

No nos encontramos ante una decisión que tengan que tomar los consejos escolares, o las consejerías de Educación de las comunidades autónomas o el Ministerio de Educación, porque la decisión ya la tomó el constituyente. Desde el 29 de diciembre de 1978 cada ciudadano, y subrayo lo de cada ciudadano, es titular del derecho fundamental a la libertad religiosa y ese derecho tiene que serle respetado por los poderes públicos y por los demás ciudadanos sin excepción, ya que, como dice el artículo 9.1 CE, "los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución". Ni siquiera las Cortes Generales podrían tomar la decisión de que hubiera crucifijos en las escuelas, pues en el supuesto de que aprobaran una ley en ese sentido la ley sería anticonstitucional. En mi opinión, ni siquiera mediante la revisión de la Constitución contemplada en el artículo 168, que sería la vía apropiada para reformar el artículo 16, se podría tomar esa decisión, ya que la no confesionalidad del Estado pertenece al núcleo esencial del Estado constitucional, que dejaría de serlo en el caso de que se convirtiera en un Estado confesional. Estado constitucional y Estado confesional es una contradicción en los términos. Pero, en todo caso, para tomar la decisión de que hubiera crucifijos en las escuelas habría previamente que revisar la Constitución, esto es, adoptar la decisión por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras en dos legislaturas consecutivas y someter la decisión después a referéndum.

Desde el 29 de diciembre de 1978 debería haberse procedido de oficio a la retirada de todos los crucifijos de las escuelas. La retirada o no retirada de los crucifijos no es asunto que pueda ser sometido a discusión, ya que ello obligaría a que quienes participan en la discusión tengan que hacer públicas "su religión o sus creencias" y esto es algo que está expresamente vedado por la Constitución. La simple formulación de la pregunta ya sería anticonstitucional.

Lo que, a su vez, quiere decir que a nadie tendría que ponérsele en la tesitura de tener que hacer una reclamación para que se retiren los crucifijos y, menos todavía, que tenga que interponer un recurso ante los tribunales de justicia para que se ordene la retirada. Esto ya supone una vulneración del derecho a la libertad religiosa de la persona que reclama o recurre.

Los derechos fundamentales son derechos de los individuos. Los consejos escolares no son titulares del derecho a la libertad religiosa y, en consecuencia, no pueden decidir ni por mayoría ni por unanimidad si quieren mantener o no los crucifijos en las escuelas. Mantener esa postura es desconocer de la manera más completa qué son los derechos fundamentales y qué lugar ocupan en nuestro ordenamiento constitucional.

De ahí que no se pueda aceptar los términos a los que se está intentando llevar el debate en nuestro país tras la reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la incompatibilidad del derecho a la libertad religiosa y la presencia de los crucifijos en las aulas. La decisión de retirar los crucifijos no puede hacerse depender de que lo soliciten o dejen de solicitar un mayor o un menor número de padres, sino que dicha decisión tiene que ser adoptada de oficio por los poderes públicos competentes, ya que el primer elemento definitorio de los derechos como derechos fundamentales en nuestra Constitución es la vinculación de los mismos a todos los poderes públicos. Así lo dice taxativamente el primer inciso del primer apartado del artículo 53 de la Constitución, que es en el que se definen los elementos que hacen que los derechos puedan ser calificados de fundamentales: "Los derechos y libertades (...) vinculan a todos los poderes públicos".

Tras la sentencia dictada por unanimidad por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la violación de la libertad religiosa por parte del Estado italiano por no haber procedido a la retirada del crucifijo de un instituto no puede caber duda de que libertad religiosa y crucifijos en las aulas son términos incompatibles y, en consecuencia, todos los poderes públicos están obligados a ordenar la retirada de tales símbolos religiosos porque, insisto, todos están vinculados por los derechos fundamentales.